Pero los coolíes no se resignaron a sus propias calamidades. Los que trabajaban en las haciendas y campos de cultivo, enseñaron generosamente los modos y sistemas para el cultivo del arroz, el sembrío planificado y los tiempo de la cosecha. En el Perú el sembrado de arroz se realizaba sin criterio y desperdigando los granos por el campo. A partir de la experiencia china, el arroz se convirtió en un ingrediente básico de la dieta alimenticia peruana y uno de los principales soportes del agro nacional.
El problema del lenguaje se constituyo en una rémora fatal. A pesar de ello, el carácter metódico y su gran capacidad de trabajo hicieron que los patrones confíen en los más ingeniosos y depositen en ellos la responsabilidad de los “tambitos” de las haciendas. Así, el afortunado coolí que atendía las raciones y la despensa de sus paisanos, estableció su pequeña bodega en el pueblo más cercano, una vez concluído su contrato.
Con el tiempo, los chinos caminaron hacia las ciudades y a la luz de ese fenómeno, Lima –la metrópoli más importante- se vio invadida por el popular “chino de la esquina”, estableciéndose en pequeñas bodegas para la venta de abarrotes.
Entretanto las haciendas azucareras también conocieron de la pujanza china. La producción azucarera mostró un sorprendente crecimiento en poquísimos años: en 1871 la producción fue de 4,500 toneladas y en 1877 alcanzó las 63,370 toneladas. El Ministro Juan Elguera en su Memoria al Congreso de 1876 reconocía: “La exportación del azúcar se ha duplicado en cuatro años… sin contar con el guano, la exportación peruana excede hoy los cuarenta millones de soles, dos terceras partes de los cuales están representadas por el salitre y los azúcares”.
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